Por teléfono me había atendido varias veces con desusada formalidad, debido a que ya se encontraba enferma, hasta que aceptó siempre y cuando la entrevista fuera en su casa, donde vivía con su esposo, que era médico. El día fijado fuimos puntuales, como era nuestra costumbre, y fue una Inés Arredondo muy distinta la que conocí ese día, serena al hablar, cálida. De una belleza vital y digna.
Inés Arredondo nació el 20 de marzo de 1928 en Culiacán, Sinaloa, en una familia de clase media alta, licenciada en Letras Españolas en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Profesora y directora de teatro universitario; miembro de la Mesa de Redacción de la Revista Mexicana de Literatura; y crítica del suplemento México en la cultura de la revista Siempre; traductora de inglés, alemán y holandés, conferencista invitada en Indiana University y Purdue University; profesora de Literatura en la Escuela de Cine y colaboradora en el Diccionario de Escritores Mexicanos del Centro de Estudios Literarios (UNAM) y de Radio Universidad; coguionista de la película Mariana; autora de cuentos, uno para niños, “Historia verdadera de una princesa”, algunos grabados por la Library of Congress de Washington y por la UNAM en su serie discográfica “Voz Viva de México”; “La sunamita”, llevado al cine; “Los espejos”; “La señal”; y “Río subterráneo”, Premio Xavier Villaurrutia, del cual extraigo el siguiente fragmento:
“Hay que contenerse. Ser consciente, perfectamente lúcidos, dar a los hechos, los sentimientos y los pensamientos la forma adecuada, no dejarse arrastrar por ellos, como se hace comúnmente. Sergio me hablaba de eso en sus cartas, desde Europa, antes de regresar, y entonces era nada más la necesidad de ajustarlo todo a proporciones humanas, porque la desmesura es siempre más poderosa que el hombre; era una disciplina personal, casi un juego, pero cuando me habló de su angustia, de que se le metía en el pecho y no lo dejaba pensar, ni respirar, porque lo iba invadiendo, poseyendo desde esa herida primera que es igual a un cuchillo helado en un costado del pecho, comprendí que a eso debía aplicarse todo lo que sobre la importancia de la forma me había enseñado, y así entre los dos buscamos las palabras tibias que calientan la herida, y nos prohibimos cualquier expresión desacompasada, porque el primer grito dejaría en
libertad a la fiera.
(…)
Recoge su furia en las altas montañas, se llena de ira en las tormentas, en las nieves que nunca ve, que no son él, lo engendran viento y aguas, nace en barrancos y no tiene memoria de su nacimiento. La paz de un estuario, de un majestuoso transcurrir hacia la profundidad estática. No balbucir más, no gritar, cantar por un momento antes de entrar en la inmensidad, en el eterno canto, en el ritmo acompasado y eterno. Ir perdiendo por las orillas el furor del origen, calmarse junto a los álamos callados, al lamer la tierra firme, y dejarla, apenas habiéndola tocado, para lograr el canto último, el susurro imponente del último momento, cuando el sol sea un igual, el enemigo apaciguado del agua inmensa que se rige a sí misma. Desconfiado, ceñudo consigo mismo, enemigo de todo, se entrega al fin, en paz y pequeño, reducido a su propia dimensión, a la muerte. Apenas aprendió a morir matando, sin razón, para alcanzar conciencia de sí mismo, en instantes apenas anteriores al desprenderse de su origen, de la historia que no recuerda, apaciblemente poderoso antes de entregarse, tranquilo y enorme, ensanchado, imponente ante el mar que no lo espera, que indiferente murmura y lo engulle sin piedad. Aguas, simples aguas, turbias y limpias, resacas rencorosas y remansos traslúcidos, sol y viento, piedras mansas en el fondo, semejantes a rebaños, destrucción, crímenes, pozos quietos, riberas fértiles, flores, pájaros y tormentas, fuerza, furia y contemplación. No salgas de tu ciudad. No vengas al país de los ríos. Nunca vuelvas a pensar en nosotros, ni en la locura. Y jamás se te ocurra dirigirnos un poco de amor.”
Inés escribía a mano, no se cansaba de tachar y de tirar hojas al cesto, dándole la razón a aquellos que afirman que existen escritores que en vez de escribir, corrigen.
Durante la entrevista, contó que había escogido vivir la infancia junto a sus abuelos; que percibía la literatura no como un oficio, sino como una auténtica necesidad, era una escritora constante, si volviera a nacer haría lo mismo.
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Fue una de las grandes escritoras mexicanas del siglo XX, conocedora de que en las profundidades de la vida diaria suele estar presente lo mítico; ocupada en la búsqueda de lo esencial de las relaciones humanas y en el logro de un estilo sobrio y despojado.
“Para mí, dijo, una mirada es la expresión más significante del ser humano. Casi podría decir que atraparlas, interpretarlas, describirlas, es una de las necesidades básicas de mi temática. No olvides que los ojos son la ventana del alma. Y mi necesidad es la de encontrar y tratar de comprender almas, aunque para ello tenga que recurrir, a veces, al oficio menor de describir caracteres. Creo que si uno no es mirado, es decir, reconocido, no puede tener nada más que una realidad amorfa.”
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Un ejemplo de ello lo tenemos en el cuento, “Año Nuevo” del citado libro “Río subterráneo”, que Inés me regaló con “auténtica simpatía”:
“Estaba sola. Al pasar, en una estación del metro de París vi que daban las doce de la noche.
Era muy desgraciada; por otras cosas.
Las lágrimas comenzaron a correr, silenciosas. Me miraba.
Era un negro. Íbamos los dos colgados, frente a frente.
Me miraba con ternura, queriéndome consolar. Extraños, sin palabras. La mirada es lo más profundo que hay. Sostuvo sus ojos fijos en los míos hasta que las lágrimas se secaron.
En la siguiente estación, bajó.”
El placer de leer, siempre (vigésimo cuarta entrega)
Días previos a su muerte, el 2 de noviembre de 1989 en la Ciudad de México, la habían entrevistado en la televisión; en Culiacán se realiza un festival en su honor, la Universidad de Sinaloa le concede el Doctorado Honoris Causa, y un recinto lleva su nombre.
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