Cada vez más migrantes venezolanos se encuentran en la necesidad de conseguir, como entona la canción de Juan Luis Guerra,“una visa para un sueño, una visa para no volver…con mil papeles de solvencia, que no les dan pa’ ser sinceros”. Con el flujo ininterrumpido de personas que huyen de Venezuela, más países de las Américas han impuesto medidas que dificultan el tránsito y llegada de migrantes y refugiadas a sus territorios.
Los países se debaten entre los imperativos morales que motivan sus obligaciones internacionales frente a los migrantes y refugiadas y la necesidad de controlar sus fronteras, y la discrecionalidad con la que cuentan para definir sus políticas migratorias. Se trata de un falso dilema, pues hay suficientes evidencias que demuestran que la imposición de nuevos requisitos más difíciles de cumplir no desincentiva la migración. Estos no evitan que las personas que huyen por sus vidas y la de sus familias crucen fronteras internacionales.
A mayor vulnerabilidad, más requisitos
En diciembre, mientras se celebraban las fiestas de fin de año, México anunciaba que se impondría el requisito de visa a nacionales venezolanos “que pretendan ingresar al país como visitantes sin permiso para realizar actividades remuneradas”. El gobierno mexicano ha señalado que ha identificado un aumento en la cantidad de personas de esta nacionalidad que ingresan con una finalidad distinta a la permitida bajo la estancia de visitante, así como un incremento de su tránsito irregular hacia un tercer país. Con México, ya son 99 los países que exigen visa a los venezolanos.
Este anuncio causa revuelo, pero no sorpresa. Como parte de una tendencia regional hacia el endurecimiento de las políticas migratorias, México se suma a la larga lista de países que han impuesto la visa como requisito previo al ingreso a su territorio desde la masificación de la migración proveniente de Venezuela a partir del año 2015.
En 2017 Panamá encabezó la imposición de visas a venezolanos, en 2018 Chile creó la “visa de responsabilidad democrática” y en 2019 se sumaron Perú, Trinidad y Tobago y Ecuador, según una investigación de los expertos Andrew Selee y Jessica Bolter publicada por el Migration Policy Institute,
En contraste, Colombia, siendo el país que recibe —con diferencia— la mayor cantidad de personas que huyen de Venezuela, ha mantenido una política de fronteras considerablemente más abiertas que sus homólogos.
Acuerdos incumplidos: la larga espera por una respuesta regional
En 2018 los Estados miembros de la ONU adoptaron el Pacto Global para la Migración Segura, Ordenada y Regular en la Asamblea General. El Pacto, aunque es un acuerdo no vinculante, constituye un hito al ser un esfuerzo mundial por definir objetivos frente a la protección de los derechos humanos de las personas migrantes.
Sin embargo, el Pacto reitera la soberanía y discrecionalidad que tienen los Estados para definir sus políticas migratorias, al tiempo que establece compromisos políticos bastante vagos, como advierten los expertos Guild, Basaran y Allinson. De hecho, a menudo el lenguaje del Pacto es tomado por los gobiernos para referirse a políticas de visa que en esencia son restrictivas, como orientadas a garantizar una “migración ordenada, segura y regular”, convirtiéndolo así en un eufemismo.
A nivel regional, ha habido esfuerzos como el Proceso de Quito o incluso acuerdos del Grupo de Lima, pero los mismos han sido incumplidos, dando lugar a una respuesta desarticulada e incoherente de los países receptores frente a la migración masiva proveniente de Venezuela.
La desigualdad detrás del sistema de visas
No es un secreto que existe una suerte de jerarquía global de libertad en el sistema de visas. Las personas provenientes de países pobres, que atraviesan dictaduras y que viven conflictos armados, enfrentan enormes barreras de movilidad.
En el otro extremo, por ejemplo, los ciudadanos de los Estados miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, a menudo se encuentran exentos de las típicas restricciones de visa que se imponen al resto de los mortales. Esto fomenta las marcadas desigualdades entre ciudadanos del Norte y del Sur Global.
Adicionalmente y sobre todo en aquellos lugares en donde la geografía lo permite, la imposición de requisitos más difíciles de ingreso regular no tiene el efecto disuasorio anhelado por los gobiernos. Lejos de detener la migración, estas políticas contribuyen a que sea más difícil identificar y contabilizar a quienes ingresan, aumenta los riesgos a los que se enfrentan las personas más vulnerables en los pasos irregulares y promueve todo tipo de economías delictivas relacionadas con la migración, como el tráfico y la trata de personas.
Tras la implementación del requisito de visa a venezolanos en Chile, Ecuador y Perú, la migración regular disminuyó y se creó una falsa percepción de mayor control de las fronteras, según lo demuestra el estudio de Andrew Selee y Jessica Bolter publicado por el Migration Policy Institute. Pero, por el contrario, y como era de esperarse, lo que ocurrió fue un aumento notable de cruces por pasos no autorizados, así como un auge en las redes de traficantes de migrantes y grupos criminales que controlan esas peligrosas rutas.
Una realidad que trasciende a los venezolanos
Por supuesto, este no es un fenómeno que viven exclusivamente los venezolanos. Esta dura realidad también la enfrentan personas de otras nacionalidades de Sur y Centroamérica, asiáticas y africanas. La situación de las personas provenientes de Venezuela, por su magnitud, solo ha puesto en evidencia la ineficacia de las políticas de visa para frenar la migración forzada. Las visas son costosas, requieren documentación oficial y a menudo implican requisitos prácticamente imposibles de cumplir para los migrantes.
Las personas cuya vida depende de la decisión de huir de su país van a seguir cruzando las fronteras en búsqueda de oportunidades. Por su parte, las políticas restrictivas de regularización migratoria solo aumentan las barreras que estas personas deben enfrentar para poder hacer ejercer sus derechos en los países de destino e integrarse a las sociedades de acogida.
Laura Cristina Dib Ayesta es abogada y magister en Derecho Internacional de los Derechos Humanos de la Universidad de Notre Dame. Directora de la Clínica Jurídica para Migrantes y miembro del Centro de Estudios en Migración (CEM) de la Universidad de los Andes, Colombia.
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